Desde temprana edad, me acostumbré – como mis coetáneos – a percibir la música – en la mayor parte de los casos - sólo como manifestación sonora. Intérpretes y lugar, podían ser irrelevantes.
El Heart´s break hotel de Elvis, me atrajo sin saber nada sobre su intérprete – que yo supuse en un principio se trataba de un negro blusero – cuando los blancos tuvieron que cantar como negros para tener realce. La Fever de Peggy Lee transitó por el mismo camino; The Dark Side of the Moon me atrajo sin saber – ni importarme – qué era Pink Floyd. La fascinación juvenil que experimenté al oír “El Rito de Primavera” no se relacionó sino hasta mucho después con el aire de intelectual refinado y atildado de Stravinski, que podríamos juzgar como lo más alejado del vigor y fuerza de su creación musical. Tampoco me ha interesado ver al Cuarteto Amadeus cuando interpreta la belleza de las notas de “La Muerte y la Doncella” de Schubert.
Pero, se preguntarán ustedes: ¿a qué viene toda esta disquisición? Pues, simplemente, que sigo ateniéndome a esta conclusión perogrullesca: lo esencial en la música es la música. Por ello, cuando escucho los grupos musicales que nos visitan – como Arcade Fire, Jonas Brothers o Pixies – comienzo por aquilatar su producción musical haciendo caso omiso de toda la variedad de elementos que la multimedia nos proporciona y la verdad, no me dejan huella. Al revisar posteriormente videos de sus actuaciones, que fueron precedidos de intensas campañas publicitarias, constato que lo esencial no es tanto la música – que en ocasiones difícilmente se aprecia - sino su presencia escénica, sus expresiones gestuales, los efectos de iluminación, video y demás parafernalia que gestan entre la audiencia una especie de efecto de exaltación colectiva, de comunión tumultuaria que recuerdan a los efectos buscados en los actos políticos y/o religiosos. Cual si quisieran alcanzar la euforia de un Woodstock , Avándaro o de Cuca en el Roxy, sin aportar elementos valederos que lo hagan factible. Todo esto está lejos de la actitud típica de los escuchas en los conciertos de música clásica o de jazz; en ellos, lo esencial está en que la audición no se vea perturbada por ningún otro sonido o movimiento; inclusive se solicita a los asistentes no se muevan durante la ejecución y apaguen sus celulares: repito; lo esencial es el sonido. Como el silencio reverente de miles de oyentes en un concierto de Caetano Veloso cuando canta a capella la “Tonada de la Luna llena” de Simón Díaz.
¿Se imaginan recomendaciones similares en un aquelarre de estos roqueros en los que la intensidad del sonido parece estar en razón inversa a su calidad? El colmo de estas creaciones puede ejemplificarse con las recientes declaraciones del inenarrable Alex Syntek, que promete a sus fans para el próximo concierto, novedades tales como fuegos pirotécnicos, efectos luminosos y otras lindezas. Recuerdo que en una pieza reciente – titulada Loca - este joven nos amenizó el video respectivo con un refrito chafa de la célebre coreografía de las chavas de Robert Palmer en su Simply Irresistible, creada hace 25 años y que se mantiene fresca, actual. ¡Qué poca vergüenza! Apuesta a nuestra ignorancia y desmemoria. Su desplante, lo más alejado de la música razonable y creativa. Y nos amenaza con seguir tejiendo variaciones en torno al bodrio del Bicentenario, El Futuro es Milenario.
Esto me obliga a establecer en lo personal, un claro deslinde entre la música real y estos Happenings tumultuarios de carácter netamente comercial. Y tú, ¿qué piensas al respecto?
Para “Señales de Humo”
Emilio Vega Martín.
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